Dos opiniones encontradas sobre Vulnicura, el reciente y retorcido álbum de la cantante islandesa. ¿Lo escuchaste?
Con Vulnicura, la islandesa Björk suma una obra más a la tradición “discos de divorcio”, pero trasciende el límite de lo razonable. Porque no hay ninguno de los legendarios (de muy ayer, Blood on the tracks de Bob Dylan; de ayer nomás, Sea change de Beck) que se interprete tan visceral y doloroso como este entramado de frecuencias chirriantes y vocalizaciones que se vuelven sollozos cuando se ponen a jugar en un exacerbado collage. Vulnicura es retorcido, sí, pero logra filtrar lo que la artista somatiza: dolor por la separación de su pareja (el artista Matthew Barney) y por cómo ésta pueda afectar a la cría que alumbró. Y en cruzada a flor de piel, a carne viva, no resigna melodía. Tampoco esa bella coexistencia entre “de cámara”, “sacro” y “ultradigital” que Björk ha patentado involuntariamente para vehiculizar sus ambiciones estéticas.
“Cada vez que nos hemos tocado / cada vez que hemos cogido / existe ahora en un maravilloso lapso temporal / aquí en este mismo momento”, dispara la mutante sobre irregulares bases y texturas rugosas en History of touches. Y en el track siguiente, Black lake, de 10 minutos y con uso y abuso de expresiones como “herida”, “ahogamiento”, “vinculo roto” y “tu miedo a mis emociones sin límites”, termina correspondiendo a la impactante imagen de tapa, donde se ve a su pecho convertido en una enorme vagina. Como sea, en materia conceptual la posta está en Family, donde Björk clama por la construcción de un puente seguro para Isadora, la hija que tuvo con Barney.
Björk, estrella pop a su pesar, siempre ha hecho lo que quiso y ha desairado a un mainstream que, en vano, la quiso encorsetar. Pero ahora ha ido muy lejos al incorporar un nuevo sentido al gesto de “hacer talk show nuestra intimidad”. Amar duele. Desamar, parece que muchísimo más.
La música de Björk se parece cada vez más a una banda de sonido para una película de acción futurista. Atrás quedaron los años en que la cantante fue pionera en la imposición y exploración de un estilo que se consolidó en la década de 1990, y que tras su primer disco solista (Debut, 1993) volvió a la islandesa una promesa meteórica. Hasta este último trabajo. Ahora parece estar en fojas cero. Y vamos de nuevo.
La música de Björk en este disco es una máquina que se recicla a sí misma para dar el mismo resultado que en su disco debut, una fórmula a base de gruñidos, quejas, vocalización errática,
coros de relleno y una exploración de efectos percusivos y sintéticos que terminan apagando su potencial. La mujer que una vez arrastró de los pelos a una periodista en un aeropuerto, la actriz de un solo papel (protagonizó en 2000 la película de Lars von Trier, Bailarina en la oscuridad), demuestra con Vulnicura que su sistema de reciclaje falla, aburre, empalaga. Es difícil encontrar una situación que pueda musicalizarse con el último disco, y eso ya da una pauta de que sólo sus seguidores encontrarán en la nueva producción algo a tono con las expectativas.
Vulnicura vino precedido de una polémica de medio pelo a raíz de que el disco “se filtró” en Internet antes de su lanzamiento. Cuesta creer en estos tiempos que corren que algo así no sea absolutamente premeditado: salvo que se trate de un ataque a un organismo multinacional –algo que implique grandes pérdidas monetarias o que haga peligrar la estabilidad de un acuerdo internacional–, la “filtración” de un material discográfico siempre tiene sabor a burda estrategia de marketing.
Vulnicura no es un buen trabajo: si la cantante está buscando nuevos horizontes, después de este disco debería empezar a pensar seriamente en volantear el timón del barco.